El Señor Jesús nada hizo por retener a quienes le buscaban tan solo porque comieron de los panes y los peces; más aún, él les ofrece a los Doce la posibilidad de irse, como los demás. Sin embargo, los discípulos se quedan, no por los milagros, sino por el conocimiento espiritual de su Persona y obra.
En otro momento, el Señor muestra su agrado para con el único leproso, de diez que fueron sanados, que regresó a adorarlo.
Juan fue el único discípulo que, desafiando la dramática adversidad del momento, regresó a acompañar a su Maestro a los pies de la cruz y, no solo suplió una necesidad de Jesús del cuidado de su madre, sino que fue privilegiado testigo del instante supremo del cumplimiento de todas las profecías respecto al Mesías. “Le amamos porque Él nos amó primero”, escribiría más tarde. Dios solo puede agradarse “del amor que responde a Su amor”.
El mismo día de su resurrección, en el camino a Emaús, Jesús toma la iniciativa para acudir en auxilio de sus discípulos desalentados, cumpliendo el rol consolador que más tarde viene a cumplir el bendito Espíritu Santo.
El Señor continúa hoy tomando tal iniciativa restauradora, para cautivar nuestros corazones, cada vez que nos desviamos o enfriamos. Su palabra, al principio dura, termina siendo saludable y gloriosa.