Un llamado para reedificar (Parte VI): La santidad de Dios en su Casa

En esta tercera profecía, Hageo tiene una palabra de Dios para su pueblo, unos dos meses después de la última palabra dada a Israel en la cual alentaba el trabajo de restauración con la promesa de la gloria de la presencia de Dios entre ellos. Sin embargo, esta tercera profecía es muy particular. Una de sus particularidades es que no está dirigida a toda la nación, sino a un grupo específico, los sacerdotes, aquellos que debían ministrar en el templo. Esta palabra es un llamado a la santidad, que nos alcanza también a nosotros, sacerdotes del nuevo pacto; por tanto, nos conviene poner atención y responder ante el Dios Santo a quién servimos.
Hageo 2:10-19. Santiago 1:27. Zacarías 1:3. Joel 2:12-13. Mateo 15:17-20. 1Pedro 1:15-16.

Los sacerdotes ministraban en el templo, servían y enseñaban las Escrituras al pueblo. El llamado de atención por parte de Dios es tan relevante para este tiempo, que nos conviene prestar atención a esta profecía. Ella fue un llamado de atención a la conducta de los sacerdotes en el servicio que prestaban.

Frente a la interpelación del profeta en relación a lo considerado inmundo o santo, ellos se muestran confiados en sus respuestas, pues conocían las Escrituras. Pero Dios los sacude con esta declaración: “Así es este pueblo y esta gente delante de mí, y todo lo que ofrecen es inmundo”. El Señor los calificó a ellos y a sus obras como cosa inmunda; es decir, todo lo que ellos tocaban o ministraban se tornaba algo contaminado. Todas sus ofrendas o sacrificios eran considerados por Dios mismo como algo impuro.

¡Qué terrible declaración! Dios está diciendo que no por tocar o administrar “cosas santas”, nosotros nos convertimos en gente santa. Un objeto consagrado, o algo considerado santo, no tiene la capacidad en sí misma de santificar a quien lo porte o lo toque. No nos convertimos en gente santa porque cantamos cánticos a Dios, oramos o tenemos una Biblia abierta en nuestra casa.

R.C. Sproul dice: “Ningún objeto es santo en sí mismo; solo Dios es santo en sí mismo y solo él puede santificar algo más. Solo él puede, con su toque, hacer que algo común se convierta en algo especial o consagrado”. Esto concuerda con Hechos 10:14-15, y éste es el punto central de este asunto.

Por el solo hecho de administrar utensilios del templo, ellos creían innecesario limpiar sus corazones o examinar su conciencia delante de Dios. Nadie les podía juzgar, pues su servicio era su justicia ante los hombres. Lo externo fue para ellos mucho más relevante que el estado de su corazón. Les acomodó más la gloria externa dada por los hombres que el testimonio de Dios sobre sus vidas y servicios.

Este es el gran problema de la religión, la cual apunta a cosas externas, a rituales o símbolos que hablan de algo espiritual, pero se olvidan de lo más importante, esto es, ocuparse de mantener un corazón sin mancha (Stgo. 1:27). Este es un riesgo que todos corremos hoy.

Pero, ¿qué ocurre con nosotros, los sacerdotes del nuevo pacto? ¿Nuestro pecado es el mismo que el de ellos? ¿Confiamos en lo que sabemos, en nuestras ceremonias, cultos, objetos, a tal punto que nos conformamos con lo externo y nos despreocupamos del estado real de nuestro corazón?

Dios ama la verdad en lo íntimo. Él se encarga de declarar esto a los sacerdotes una y otra vez, como vemos en Zacarías 1:3; Joel 2:12-13. La santidad, en nuestro servicio y en nuestra vida, proviene de Dios. Necesitamos que él nos toque y nos santifique para él. En caso contrario, podemos continuar nuestra vida religiosa, pero jamás experimentaremos la santidad divina.

Debemos dejar de manifiesto que el concepto de “santidad” o “santo”, que manejamos, tiene relación con dos acepciones: 1. Algo que es único, distinto especial, apartado y, 2. la idea de pureza. Ambos conceptos están ligados y son parte de lo que llamamos santidad.

La santidad de Dios no solo es un atributo en él, sino que es parte de su esencia. Es algo que el mundo cristiano ha ido olvidando. Estamos en presencia de un Dios santo, que no admite pecado delante de él. Su santidad es luz que alumbra, pero también es fuego que consume.

Vivir una vida santa implica vivir una vida distinta, diferente a la vida del mundo. La vida santa ni siquiera es la nuestra, sino la vida de Cristo en nosotros. El ser cristiano no es una experiencia religiosa, sino la consecuencia de tener una relación viva con el Dios santo. Amén.

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