En Juan 20:26-31, vemos al Señor Jesús, una vez más, salir personalmente al encuentro de uno de los suyos; en este caso, a aquel que ha sido juzgado como incrédulo, Tomás. La Escritura muestra que Tomás tenía madurez espiritual. Él fue quien dijo: “Vamos también nosotros para que muramos con él” (Juan 11:16). Él anhelaba un encuentro real con su Señor; no le bastaba solo con oír. Al tocar a Jesús, Tomás es el único en exclamar: “¡Señor mío, y Dios mío” (Juan 20:28).
Es maravilloso ver cómo es el Buen Pastor quien toma la iniciativa y se acerca a sus ovejas. El Señor quiere visitarnos, para transformar nuestra incredulidad en una experiencia real con Su persona.
En Juan 21:1-14), el Señor amoroso se acerca a otro de los discípulos que también ha sido juzgado severamente por muchos: Pedro, aquel que había negado a su Maestro. Podríamos tildarlo de traidor y cobarde; pero, realmente, él había estado dispuesto a morir por el Señor (Juan 18:10). Sin embargo, en la hora crucial, al ver a su Maestro quebrantado por los hombres, Pedro se atemoriza, como cualquier ser humano en un trance semejante, y rehúsa identificarse con Él.
Ahora, si bien el discípulo estaba angustiado por su negación, el mismo Señor no lo negó ni lo ignoró, yendo al encuentro de Pedro, cuando éste, en su debilidad, estaba por abandonar su vocación y volver a su antiguo oficio.
Por último, el Señor se presenta a sus once discípulos, los lleva a Betania y allí les manda que no se vayan de Jerusalén sino que esperen la promesa del Padre. Allí les hace dos promesas, una del Espíritu de vida y otra del Espíritu de verdad.
En Juan 20, Jesús se aparece en medio de sus discípulos, llenos de miedo, de incredulidad y tristeza, y sopla sobre ellos el Espíritu Santo, como vida, en una primera experiencia de ellos con el Espíritu. Este Espíritu de vida los llevó a Jerusalén, donde perseveraban unánimes en oración y ruego. La palabra “unánimes” alude a estar en armonía. En esa condición, el día de Pentecostés, ellos recibieron el Espíritu de poder.
Hoy, nosotros, al igual que ellos, necesitamos estar juntos y unánimes delante del Señor; no conformándonos con la situación actual que vivimos. El Señor quiere visitarnos y restaurarnos. Él está preparando a su iglesia. En la última gran cosecha, el Señor hallará una iglesia dispuesta, llena del Espíritu de vida y de poder, para presentársela a sí mismo. Esta iglesia ya está presente, pero ella tiene que anhelar ser la esposa del Cordero.